Dije en otra entrada que el toreo
es una actividad arquetípica. Sus protagonistas buscan el ideal y por eso —entre
otras cosas que se discutirán después— hay
quienes lo consideramos un arte.
En su encuentro con el toro
bravo, los toreros desean —además de regresar con vida a casa— realizar la
faena soñada ante un animal perfecto. Para el ganadero existe el ideal de ver
un toro suyo en la plaza comportándose según la bravura y la casta que ha
predefinido. Los tendidos, o sea el público, también quieren ver el toro perfecto
en una faena perfecta. Pocas veces ocurre esto, y ello explica el que haya más
corridas.
El toro ha sido picado (Foto: D. Londoño) |
Uno de los aspectos más polémicos
del toreo es la relación que establecen el animal y los humanos en el ruedo. Los
antitaurinos afirman que torear se reduce a una carnicería, a un acto de
crueldad infinita en el que unos seres con todas las ventajas se enfrentan a un
animal indefenso para solazarse con su sufrimiento, agonía y muerte en el ruedo
de la plaza.
Vayamos por partes. Si esto fuera
una matanza o una carnicería, el matarife o el carnicero no vestirían esos
curiosos y anacrónicos atuendos que utilizan los toreros. El asunto es
aparentemente superfluo, pero ya llegará la ocasión de exponer el porqué no lo
es.
Supongamos un caso extremo, que
hace unos meses fue noticia en nuestro medio: la pesca ilegal de tiburones. Se
trata de individuos que, a mansalva, violan todo conducto regular y masacran,
ávidos de lucro, a cuantos tiburones hay en el perímetro de su acción. Y valga
otro caso, menos extremo pero igualmente ilustrativo: el del matarife del
matadero municipal. Este individuo vive de matar en serie, directamente o
mediante una máquina diseñada para ello, a un grupo de animales, digamos
bovinos.
En ninguno de estos dos casos hay
público, porque nadie sería tan desocupado
o tan desviado mentalmente como para pagar (si es que alguien osara
cobrar por ello) para ver cómo otro mata indiscriminadamente o en serie a un
grupo de animales de todas las edades. Finalmente, digamos que en estos dos
casos los protagonistas pueden usar atuendos especiales con fines profilácticos
y herramientas exclusivamente ofensivas.
¿Qué pasa en una corrida de
toros, desde el punto de vista del aficionado?
Ya dijimos que el ganadero ha
seleccionado a ocho de sus mejores toros bravos (nótese: a los mejores, no a
cualesquiera; y enfatícese en que son bravos, no de cualquier otro tipo), para
que de entre ellos se elijan los seis mejor presentados para ser corridos en
una plaza hasta su muerte, en la mayoría de los casos.
Están en el ruedo los toreros, es
decir, los hombres de curiosos y anacrónicos vestidos a los que aludimos en
otra entrada. El asunto del atuendo resulta en principio banal, pero tendremos
ocasión de anotar que no lo es.
Al salir un toro al ruedo, los
toreros (jerárquicamente organizados así: matador, picador y subalternos –o sea,
banderilleros y peones de brega) estudian primero el comportamiento del toro en
la arena.
Dicho sea entre paréntesis: es
absolutamente FALSA la “información” difundida rampantemente en medios
electrónicos por ciertos antitaurinos de baja estofa sobre el que a los toros
antes de salir al ruedo les echan vaselina en los ojos, los golpean con bultos
de arena, les electrocutan los testículos, y otras infamias. Como lo afirmé en
una entrada anterior, todo lo que ocurre antes, durante y después de una
corrida de toros está estrictamente reglamentado. Para nuestro medio colombiano,
consúltese la ley 916 de 2004, el llamado “Reglamento Nacional Taurino”.
Cerrado el paréntesis, digamos
que luego de salir al ruedo, y habiendo analizado su comportamiento inicial, al
toro lo llaman con un trapo denominado capote
(ese, el rosado, el que se usa con las dos manos) con el fin de ver cómo
expresa su casta y su nobleza. El objetivo de este llamado no es burlarse de
él, sino simplemente dejar que manifieste su condición (si repite la embestida,
si embiste con nobleza y “metiendo la cabeza” en el engaño). El objetivo es
también, en cierto sentido, tranquilizarlo (que técnicamente se llama pararlo), dado que evidentemente el toro
se debe sentir en un sitio extraño al que le es habitual. Esto dura, diga
usted, de cuatro a seis minutos. Si tenemos oportunidad de ampliar la
explicación de este preámbulo, lo haremos. Ahora tenemos otras motivaciones.
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División geográfica del ruedo (tomado de: Los toros en España, t. I, p. 263) |
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Ejecución de la pica (tomado de: Los toros en España, t. I, p. 262) |
Luego de los lances de capa aparecen
en escena dos picadores, uno principal y otro de “reserva”. El principal se
sitúa justo al frente de la puerta de toriles (ver plano), con el fin de que el
toro no sienta la querencia del lugar de donde salió, y por lo tanto exprese su
bravura con total transparencia. Uno de los toreros, generalmente el encargado
de dicho toro, es decir, el matador, lo lleva con el capote hasta la raya del
círculo de menor diámetro frente al caballo del picador (trazada a ocho metros
de las tablas). A su turno, el picador mueve su cabalgadura para que el toro se
motive y decida embestir.
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Puya actual (tomado de: Los toros en España, t. I, p. 391) |
Cuando el toro se arranca al caballo, el picador alarga el brazo y apunta la vara de picar que, con la
puya montada, mide entre 2,50 m y 2,70 m. Esta tiene forma piramidal de
aristas rectas de 29 mm de largo en cada arista por 19 mm de ancho en
la base de cada triángulo. Las puyas tienen además una base de madera
recubierta con cuerda encolada de 60 mm de largo y 30 mm de diámetro en su base
inferior, rematada por una cruceta de acero. (Ver ley 916 de 2004, artículo 51.)
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Puyazo ideal, en lo alto del morrillo (tomado de: Los toros en España, t. I, p. 389) |
Idealmente, el torero de a
caballo debe picar al toro en el morrillo, es decir la parte superior de la nuca
del animal. Si lo logra, es una suerte emocionante para los
entendidos. Muchas veces no lo hace, y entonces el público protesta. A decir
verdad, la suerte de varas es una de las menos comprendidas por los
espectadores, pues consideran que el picador, de actuar mal, malogra el
comportamiento del toro para el resto de la faena. Y en ocasiones esto
es cierto. Los puyazos traseros, por ejemplo, pueden llegar a lesionar al toro
al punto de lisiarlo; los muy prolongados lo fatigan tanto que ya “no habrá
toro”, como se dice en el argot, para la faena de muleta.
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Los puyazos traseros pueden lesionar gravemente la masa muscular del toro o afectar la columna vertebral (tomado de: Los toros en España, t. I, p. 391) |
En la actualidad es casi
imposible ver en las plazas colombianas que un toro vaya dos o más veces a la
suerte de varas. Antes era casi obligatorio. La razón es que los gustos de los
tendidos han cambiado y cada vez más requieren que el animal tenga movilidad
durante los dos tercios restantes de la faena, especialmente en el tercero
(muleta y muerte).
La puya no es un instrumento
ofensivo, agresor, sino defensivo de la cabalgadura. Aunque usted no lo crea,
hasta hace apenas un siglo los caballos de picar iban sin peto, y quien mandaba
la parada no era el torero de a pie, que era un personaje secundario en la
escena, sino el picador. El picador era el protagonista. (Por eso, aun hoy, sus
trajes de luces van bordados en oro, señalando su importancia en el contexto
general de la ceremonia.) Y lo era porque su misión consistía en proteger a su
caballo con la garrocha, deteniendo la embestida ofensiva del toro con el arma
defensiva de la puya, esperando con ello que el toro no tasajeara la panza del
caballo con su cornamenta, y adicionalmente, poder mermarle fuerza a la
embestida indómita del toro, para que el matador pudiera cumplir con su labor,
que era y es el sacrificio del animal en las condiciones menos complicadas
posibles para ambos (toro y matador).
Hoy, la suerte de varas, o primer
tercio de la lidia, que así se llama técnicamente este momento, se realiza con
un peto protector del caballo, que además está en el ruedo siempre con los ojos
tapados. En el mundo taurino, son muchas las polémicas en este sentido, pero
sólo las apreciamos nosotros, así que vamos a saltárnoslas.
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Pelea en varas de un toro bravo, aunque la ejecución sea defectuosa, por trasera (Foto: Diana R. Reina G.) |
Lo importante es comprender que
el propósito fundamental de la suerte de varas es medir la bravura del toro. Los
tendidos no se solazan con la sangre del animal, ni se burlan de él, ni gozan
con el hecho de que esté siendo herido.
Toreros y tendidos están atentos a cómo
se comporta el toro ante el castigo, pues un toro bravo no rehúye la pica;
antes bien, se crece ante ella y acomete con mayor energía (que en la
terminología se llama “meter los riñones”), con la penca del rabio enarbolada
y, en ocasiones afortunadas, con las patas traseras suspendidas en el aire, por
la franqueza fiera de su acometividad. No olvidemos que esa, la bravura, es la
característica esencial de este tipo de animal.
El objetivo secundario del tercio
de varas es ahormar y aplacar la embestida del animal para que el matador pueda
realizar una faena de muleta (o sea, con el trapo rojo) estética, de ser
posible, y que permita preparar al toro de la mejor manera para que muera dignamente
en la plaza.
Me estoy metiendo en honduras, ya
lo sé. Pero, al fin y al cabo, para eso es que estoy haciendo estas
explicaciones de un aficionado a los toros, sin ocultar aspectos problemáticos
que puedan encabritar la sensibilidad de la mayoría, pero siempre con el fin de
lograr una comunicación íntersubjetiva que respete las diferencias. Y eso que
apenas vamos en el primer tercio de la lidia.
1 comentario:
Perfectamente bien explicado! y muy justamente.. Me gusta este blog ;)
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