Edad de hombre de Michel Leiris (1901-1990), cuya primera edición de
Gallimard se publicó en 1939, es un collage
de imágenes autobiográficas que gira alrededor de dos historias, plasmadas en
sendas obras del alemán Lucas Cranach “El Viejo” (1472-1553).
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The Suicide of Lucretia www.lucascranach.org |
La
primera es la de la Lucrecia, célebre por propiciar la caída de los Tarquinios
tras la violación que sufre por Sexto Tarquinio, la delación de tal vejamen y
su posterior suicidio. La segunda es la de Judith quien, tras conocer del interés
hacia ella del invasor general babilonio Holofernes, acepta sus galanteos,
accede a su tienda, lo embriaga y, finalmente, lo decapita, ocasionando con
ello la victoria de Israel. Para el lector desprevenido, el libro de Leiris es
un conflicto pues el autor desnuda allí su alma, revelando sus pasiones y sus
más oscuras obsesiones.
Además
de su ya comentado texto “De la literatura considerada como una tauromaquia”,
en Edad de hombre Leiris dedica unas
pocas páginas a hablar de tauromaquia. Dice (p. 67) que hasta entonces (1935) sólo
había asistido a seis corridas. La valoración que hace de ellas no es muy
favorable, lo cual parecería concederle el título de aficionado, pues quienes
así se autodenominan son en exceso críticos, aplastantes.
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Judith and Holofernes www.jahsonic.tumblr.com |
Sinceramente
no creo que Leiris fuera un aficionado a los toros; en cambio, en sus páginas se
respira la fascinación que le produce la tauromaquia. La suya es una
interpretación desde la óptica del drama erótico, lo cual no es nuevo: se
remonta a los tiempos del toro nupcial (véase, p. e., “La carne del toro I”, en
el interesante blog www.losmitosdeltoro.com)
y va hasta, por lo menos, la película “Matador” (1986), de Pedro Almodóvar.
Como
ya vimos, una lectura antropológica de las corridas de toros como la del
inglés J. Pitt-Rivers (2012) indica que en una faena hombre y toro intercambian
roles sexuales. En el capote, el hombre asume la función femenina de seducción
y el toro la de agente masculino, indómito; en cambio, en la muleta el torero
asume su masculinidad, dominante y penetradora en la suerte de entrar a matar. Así,
“Los momentos en que se hace presente lo divino […] son aquéllos en los que el
torero llega a jugar con la muerte, a no escapar de ella sino de milagro, a seducirla” (p. 64) (el subrayado es mío).
El
componente dramático lo describe así: “[…] mucho más que en el teatro […],
tengo la impresión de asistir a algo real: una muerte, un sacrificio, más válido que cualquier otro propiamente religioso,
porque en este caso el oficiante está constantemente amenazado de muerte, y de
una muerte material, no de una muerte mágica, es decir, ficticia […]” (p. 64).
Leiris ve la corrida como un drama mítico cuyo tema es el
de la bestia domada y luego matada por el héroe en quien se encarna el público
de los tendidos para, gracias a la mediación heroica, alcanzar una inmortalidad
que pende del hilo de la seducción (p. 64).
La
muerte de la bestia, según unas reglas particulares, es un evento trascendente
basado “[…] en el hecho de que entre el matador y su toro (el animal envuelto
en el capote que le engaña, el hombre envuelto en el toro, que da vueltas a su
alrededor) hay unión al mismo tiempo que combate, lo mismo que en el amor o en las ceremonias de sacrificio, en las
que existe un contacto estrecho con la víctima, fusión de oficiantes y
asistentes alrededor de ese animal que será el embajador de todos ante las
potencias del más allá, y —con mucha frecuencia— absorción incluso de su
sustancia mediante el consumo de la carne muerta” (p. 65) (el subrayado es mío).
De
allí la contundencia de la conclusión de Leiris en relación con las corridas de
toros: “Lo esencial no es el espectáculo sino el elemento de sacrificio, los
gestos estrictos llevados a cabo a dos dedos de la muerte y para dar muerte”
(p. 69).
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